Después de dormir durante largos periodos, aterrizan en planetas lejanos y despiertan a la vida.
Pacientemente, día a día recorren con lentitud su superficie tomando muestras y haciendo diferentes ensayos.
No son como imaginas. Habitan un medio hostil, con temperaturas ardientes en días de duración interminable; deben parar e hibernar a fin de resistir noches eternas a temperaturas extremadamente bajas. Alimentados por paneles solares que reciben una luz difusa, han de administrar con exactitud una energía escasa.
Aguardan, inmóviles, que los científicos que los gobiernan desde la Tierra definan su misión siguiente y les envíen las instrucciones a través de una muy débil señal de radio. Solo entonces empiezan a moverse lentamente, unos centímetros cada día, para acercarse a la piedra que perforarán o al objeto que su laboratorio analizará.
Diseñados para trabajar unos meses, muchos sobreviven durante años, trabajando incansables mientras sus piezas se van desgastando y el polvo obstruye sus mecanismos y ciega sus paneles.
Un día dejamos de recibir sus señales. Ya no somos capaces de enviarles sus instrucciones diarias ni recibir sus fotografías y datos.
Entonces quedan allí, abandonados a su suerte. Quizá durante días intenten conectarse con la Tierra en vano. Sus mecanismos automáticos de emergencia tratarán de encontrar solución a sus averías. Al final terminan allí, inmóviles para siempre.
Pediremos a los equipos científicos que los manejan que compartan sus datos con nosotros. Es muy ameno seguir diariamente los movimientos y las hazañas de estos robots, y mirar el paisaje que los rodea. Son los ojos que nos permiten asomarnos a lugares que los Humanos jamás habíamos imaginado poder ver.
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